19 junio 2011

En el día del padre: Tute recuerda los primeros pasos como historietista

El texto que sigue a continuación fue publicado en la Revista Ñ, en enero de este año. Es un muy lindo testimonio de Tute contando sus primeros años al lado de su padre: el gran Caloi.

Nací un año después que Clemente, en el 74. Y, por supuesto, ya de muy chico quería ser dibujante como mi viejo. En un libro familiar –en el que mi vieja volcó muchas de las cosas que dijimos mis hermanos y yo en la infancia– se puede verificar aquel anhelo: “Me voy a mi estudio a trabajar, tengo que hacer muchos Clementes” decía a los 5 años. O mi queja un rato después: “¡Yo hago Clementes y nadie me los paga!”.

Vivíamos en el sur del Gran Buenos Aires, en José Mármol. Así que mi papá iba todos los días al centro a entregar la tira al diario. Acompañarlo era una aventura. Entrar a la redacción, ese piso gigante lleno de escritorios y gente, máquinas de escribir, televisores, teletipos escupiendo noticias, me fascinaba. Todo el mundo me saludaba y me ofrecía papeles y marcadores para dibujar.
Y cada vez que alguien mencionaba nuestro parecido, él –para mi orgullo– respondía “Es mi versión mejorada”. Además, me dejaba “mandar” la tira, que, lejos del send de hoy, consistía en depositarla en una cajita de madera y al grito de “¡Materiaaaaaal!” bajarla –mediante un sistema de poleas y roldanas– al piso inferior, a Diagramación.


Esa sección era de las que más me gustaban. Allí había tipos con guardapolvos azules, mesas de corte, escuadras enormes y lápices mecánicos de grafito muy grueso. También dos máquinas de fotolitos (una especie de cámara de fotos gigante) con las que me dejaban reproducir mis dibujos; quedaban con un brillo y una nitidez que superaban al original. Después solíamos visitar la sala de máquinas, donde se imprimía el diario. Era muy ruidosa e imponente. Todavía recuerdo el perfume de la tinta y el papel. Los operarios usaban algodones en los oídos así que mucho no saludaban.


Y, para completar el recorrido, a la salida veíamos a los empleados cargando pilones de diarios en los camiones, listos para ser repartidos.
En la feria del libro, en una de las clásicas mesas redondas a sala llena, organizadas por Ediciones de la Flor, desde el público levanté la mano (tenía 10 años) y le pregunté qué era Clemente para él.

–Un hijo, como el que hace la pregunta– respondió.
La explosión de Clemente en el mundial del 78, la llegada de Clemente a la tele, a Carozo y Narizota entrevistando a mi viejo en casa y todo el barrio en la puerta… El merchandising de Clemente era infinito: había desde cepillos de dientes hasta zapatillas, pasando por agendas, chocolatines, pastillas, pistolas de agua, cartucheras… En los cines se sorteaban muñecos gigantes del Negro de Camerún, y el cuartito de herramientas del fondo de casa estaba lleno de cajas de aceitunas que le habían regalado… Todo el mundo le pedía un Clemente (lo siguen haciendo) y no había un negocio en el barrio que no tuviera uno colgado en la pared.


Los años pasaron y yo me convertí en un colega de mi padre. Al principio tenía mi mesa de dibujo a metros de la suya. Aprendí mucho viendo cómo laburaba, observando cuidadosamente sus libros, estudiando los mecanismos, charlando con él, atendiendo sus consejos.


También los de sus amigos dibujantes: Quino, los negros Fontanarrosa y Crist, Bróccoli, Tabaré, Maicas, Garaycochea, Ferro… Cada uno con su estilo, su forma de expresarse, de contar. Me prestaba libros de Steimberg, de Sempé, de Oski, de Steadman, de Copi, de Kalondi… muchos todavía los conservo. Oscar Wilde decía que en el arte todos somos hijos de alguien. En mi caso particular, lo soy doblemente.


Ya no tengo la mesa de dibujo a metros de la suya, pero seguimos intercambiando dibujos, conversando sobre técnicas, ideas y proyectos, con idéntico entusiasmo. Creo que él –junto con otros dibujantes– allanó muchos caminos para los de mi generación. Nos enseñó que el oficio del humor gráfico puede ser más que hacer dibujos que muevan a la risa.
Y que se puede hacer desde lo que uno es, desde lo que uno piensa y siente; humor de autor.


Mi opinión sobre mi viejo como dibujante, como artista, puede que no sea del todo objetiva. Pero creo no exagerar si digo que es uno de los grandes de la historia del humor gráfico de nuestro país. No sólo por su evidente capacidad para el dibujo y para generar humor, sino porque supo desde el principio conectarse con la gente, con el pueblo. Expresarse y, a la vez, expresar un sentimiento colectivo, lograr –con total naturalidad– que nos sintamos identificados con sus dibujos.


Su laburo tiene el pulso de la actualidad, de la que está en la superficie y de la otra: la más profunda, la celeste diría Marechal. En pocas palabras, creo que consiguió lo que está reservado a unos pocos: ser un artista popular, un artista querido por la gente.

tute

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