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09 junio 2011

70 años de La Codorniz


En un Madrid gris marengo circa 1941, de hambre y olor a repollo en el tragaluz de la escalera, de estraperlo y libros prohibidos que se leían en la trastienda de los cafés; en una España de tedio plateresco y tópico mediopensionista, un puñado de seráficos estaban a punto de arrancarle a muñonazos la sonrisa a la ametralladora de la vida. Era domingo, y el calor derretía las meninges. El 8 de junio de 1941, con un simple ave gallinácea de papel, humor puntiagudo, ironía en espolón, pico de oro, dichosos serafines pusieron en jaque a la mesnada bienpensante. Mihura, Tono, Herreros, Neville, De Laiglesia, Jardiel, Fernández Flórez, Perdiguero, Halcón, Borrás, Aznar, Miquelarena, Marqueríe, Ros, Calvo Sotelo, López Rubio, Delgado, De Vega, Serny, Picó, Lázaro, primera alineación galáctica, y luego Mingote y muchísimos otros... (hasta su último vuelo, en 1978)... bienhechores y filántropos de nuestra salud mental lucharon contra la cursilería, se burlaron del encorsetamiento que se imponía a la infancia, enseñaron lo que de inútil y vulgar hay en los sentimentalismos al uso.

En la portada príncipe (se vendieron 35.000 ejemplares a 50 céntimos), Antonio de Lara Tonodibuja un pretendido ser humano encarnado en un trapecio isósceles con sombrero, una señora muy hinchada, unos círculos con ojos, que eran supuestos niños, y dos pequeñas codornices en el suelo. Al fondo, la foto real de un camión. Y un pie «intolerable» para el «respetable público», o sea, aquellos señores para quienes lo intolerable era lo que ellos no toleraban. La señora oronda le espeta al señor:
«—Caramba, don Jerónimo, está usted muy cambiado.
—Es que yo no soy don Jerónimo.
—Pues más a mi favor.»

Tópicos patrióticos, religiosos, literarios, históricos, lo que Wenceslao Fernández Flórez, desde su bosque animado, llamó las infinitas garambainas que se ponen en octavas reales, fueron picoteados a discreción. Como recuerda Don Mingote de la Mancha, si los censores hubieran sido tipos inteligentes y no fanáticos del dogmatismo y la decencia, le habrían puesto un férreo cepo a aquella inocente y bienquerida ave literaria, una Cordorniz, bendita sea, que caricaturizaba lo que el preboste de turno consideraba respetable e intangible. Los herrumbrosos censores se perdían en tapar escotes y alargar faldas sin pensar en la labor de prodigiosa derrumbe de esta genial generación de dinamiteros coñones.

Enrique Herreros, autor de 807 portadas y 45 contras de los 1898 números de La Codorniz, dibuja a un viajero asomado a la ventanilla del tren, que se dirige al jefe de estación parado en el andén:
«—Yo viajo para instruirme. ¿Me quiere usted decir cuántas son 21 por 13?»

Y suma y sigue el gran Herreros: un viajero jamelgo aparece sentado encima del cabezón de un señor mío con bigote, y se justifica:
«—Perdone que me haya sentado aquí; pero como no había ningún sombrero puesto...»
Un caballero pide en la ventanilla larriana del «Vuelva usted mañana»: «—Deme un billete para Vigo.
-¿Ida y vuelta?
-No. Vuelta nada más. No me voy».
Y un tipo valleinclanesco con sombrero le pregunta al jefe de estación:
«—¿Me deja ir a Burgos sin pagar? Le prometo que vuelvo en seguida».

Cuenta Antonio Mingote que los socios de muchos casinos padecieron serios trastornos oyendo a los jóvenes comentar La Codorniz. Así, un distinguido pedagogo de Tejeruela de la Empastación murió de congestión fulminante. Antes confesó en una carta: «No se culpe a nadie de mi muerte. Ha sido Herreros».
Aquellos humoristas, según López Rubio «la otra generación del 27», fueron los primeros hombres de la historia en contemplar en su totalidad las pantorrillas de las mujeres bailando el charlestón, evoca Mingote. Y se encontraron de repente el sombrío mundo de posguerra. La transición del viejo humor de chascarrillo al nuevo codornicesco no fue un salto circense de trapecio a trapecio. Fue un malabar de ingenio. La Codornizno glorificó a nadie, ni publicó consignas ni impartió doctrinas. Tuvo un éxito feraz entre una enorme minoría de jóvenes ansiosos por respirar un aire limpio de farfolla rimbombante.


El «no huevo de Colón»

Cierto comentarista, que pontificaba con el paño de la frivolidad en el púlpito, lanzó la especia picante de que la revista publicó el dibujo de un huevo a toda página con el título: «El huevo de Colón», y en el número siguiente otro huevo igual: «El otro huevo de Colón, lo que le valió a la revista el cierre de no recuerdo cuántos meses», añadió. No es raro que ese sesudo comentarista, que pontificaba desde la rutina, no lo recuerde, aclara Mingote, puesto que «eso del huevo de Colón, como tantas otras cosas soeces o vulgares de humorismo barato de hoja de calendario que se atribuyen a La Codorniz, no se publicó jamás».
El pájaro de papel cumplió, sin desfallecer y con éxito, con la misión de destruir el tópico y la rutina. Fue una revolución que, como decía su himno, tenía un pico en la nariz. La Codorniz, bendita sea. Palabra de Mingote.

Fuente: Diario ABC (vía Francisco Puñal)

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